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Cap. 1 - Erase una vez… el principio

Cap. 1 – Erase una vez… el principio

Año: 1976 -
Lugar: Alto Alberdi, Córdoba -
Banda de sonido: Rasguña las piedras, Sui Generis >>

En las navidades del año ’75 llegaron mis primeros patines, unos Leccese de toda la vida, modelo rastrojero, con ruedas y cintas anaranjadas.



Ese gordo maricón e inútil de Papá Noel jamás en la puta vida me trajo lo que pedí! En aquella ocasión había solicitado un equipo completo de doctor, ya que me hallaba en pleno apogeo de mi carrera médica: tenía un consultorio de lujo instalado en la piecita del fondo, al cual asistían numerosas las vecinitas del barrio buscando mi atención especializada. Así pues me tuve que conformar con estos artilugios que, con toda sinceridad, no me atraían para nada. Intenté ponérmelos y dominarlos, pero lo único que conseguí fue una colección de moretones en el culo. Así que, con la inteligencia que caracteriza a los preadolescentes (inversamente proporcional al boludismo que nos caracteriza de adultos), opté por calzarme un solo patín por vez. Ahí sí que la cosa se hizo divertida, al menos por unos días hasta que mi primer amor me hizo notar que por algo la caja traía los patines de a pares. Arraigando las bases de la que sería una tendencia permanente para mí, Mariel me fascinaba porque era una chica madura: a sus 8 años tenía un prodigioso conocimiento del mundo y de la vida, mientras yo recién descubría la letra “a” en primer grado. Así como me había enseñado a andar en bicicleta un año antes (entre otras cosas no menos interesantes), con paciencia e incipiente instinto maternal, Mariel me transmitió las bases de lo que había aprendido en un efímero curso de artístico del club cercano. A partir de ese momento entramos en una espiral infinita de competitividad y armonía, una relación donde yo era parte sumisa con gusto y ella benévolamente dominante. Nuestros días pasaban felices entre carreras en bici, carreras a pié y carreras en patines alrededor de la placita de la cuadra. No nos dábamos cuenta de ciertos compañeritos que de un día para otro no venían mas a la escuela, o de esos Falcon verdes que pasaban a cada rato tripulados por tipos muy feos, o de los tiros y bombazos que se escuchaban a lo lejos.
Pocos días antes de mudarme a una zona lejana de la ciudad y no verla nunca mas, logré finalmente ganarle una carrera en patines a Mariel (ya le ganaba en todo lo demás). Ella me miró a los ojos con legítimo orgullo, se fue corriendo a su casa… Para volver un minuto mas tarde, darme un beso y entregarme una medallita que había ganado no sé por cual motivo en el colegio. El primer premio de mi vida, esa medalla la llevo colgada en el corazón.
Gracias Mariel!

M. Bresin