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Cap.18 - Crónicas santiagueñas

Año: 1987
Lugar: Fernández, Pcia. de Santiago del Estero (ver acá >>).
Banda de Sonido: Como en el ’85, la abrumadora cantidad de clásicos publicados en este año me hace muy difícil la tarea de elegir solo un par de temas para cada capítulo.
Nick Kamen - Each Time You Break My Heart >>
'Til Tuesday - What About Love >>
Big Love, Fleetwood Mac >>

Si bien estos episodios no están estrictamente relacionados con mi carrera deportiva, creo que vale la pena contarlos. Durante mis años mozos en Argentina he patinado en los lugares y horarios mas impensables, siendo probablemente estas anécdotas en la campiña santiagueña las mas extravagantes.
Resulta que en las vacaciones del verano 86/87 me fui a visitar a mi hermano mayor, que se había transferido a trabajar a una localidad situada a unos 50km de la capital santiagueña, llamada Fernandez. Nunca había estado allí, por lo que me detallaron las instrucciones de dónde y cuando bajarme del ómnibus, con la premisa de que cierto boludazo debería haber llamado por radio a mi hermano para avisarle la fecha de mi llegada (recuerden que en esa época no había ni móviles ni internet, y por allí no abundaban ni los teléfonos fijos).
Así las cosas, pasé todo el viaje despierto para no pasarme de la parada, que se hallaría en plena noche en un cruce entre rutas. Pues bien, al descender del ómnibus me encontré en medio de la desolación y obscuridad casi absolutas: sin un atisbo de luna ni estrellas lo único que veía eran las pocas luces del pueblo a lo lejos, y de mi hermano ni la sombra. Esperé un rato largo, hasta que me harté. Me calcé los patines (nunca fui a ningún lado sin ellos), me colgué la mochila al lomo y empecé a rodar hacia el pueblo por una carretera vacía y apenas iluminada por alguna que otra lamparita colgada de un cable por sobre el asfalto (como todavía se ven en algunos pueblos alejados). Eran alrededor de las 4 de la madrugada, avanzaba a velocidad sostenida con las Krypto que sobre las piedritas sonaban como una turbina, colgando con un voluminoso bolso que me sobrepasaba los hombros… A lo lejos alcancé a divisar un hombre que venía a mi encuentro montado en bicicleta. Al principio pedaleaba a ritmo normal, pero cuando se dio cuenta de mi presencia empezó a aminorar la marcha. A medida que me acercaba a él, su pedaleo iba disminuyendo. Cuando nos encontramos a una docena de metros uno del otro, el pobre tipo se detuvo y dejó caer su bicicleta. Al pasar a su lado alcancé a ver, con la escasa iluminación de un foco cercano, que se trataba de un hombre mas bien entrado en años, y que con una expresión de terror en su curtido rostro lanzaba un chiflido, mientras me apuntaba con sus dedos índices cruzados en equis. En fin, calculo que el gaucho me habrá confundido con una “luj mala” o ente maléfico similar, y que seguramente tuvo un buen argumento de conversación en su siguiente visita a la pulpería.

Exactamente un año mas tarde volví a pasar idéntico percance, por confiar en el mismo boludo que debería haber avisado de mi llegada a mi hermano. Esta vez sabía hacia donde debía ir: en la dirección opuesta al pueblo, por una carretera rural sin ninguna iluminación, en otra noche sin luna ni estrellas. Tenía que patinar unos diez kilómetros antes de llegar a la estancia, así que fui paseando a mi ritmo, gozando de la fresca brisa en la cara. No sé si lo probaron alguna vez, pero patinar de noche y sin luces por el asfalto es una experiencia similar a volar, al no tener percepción de lo que pasa por debajo de nuestras ruedas. Así iba yo aquella noche, embelesado por el deleite de una patinada tan placentera, zigzagueando ligeramente de un lado a otro de la calzada que no podía ver pero que mas o menos intuía, sabiendo que se trataba de una recta interminable.
Llegué a la estancia cuando se empezaban a vislumbrar las primeras líneas del alba en el horizonte. Caminé el kilómetro que faltaba desde la ruta hasta la casa de mi hermano y golpeé a la ventana de su habitación. Como respuesta, bastante comprensible considerando la hora y el lugar, de entre las persianas apareció el cañón de una escopeta. Me lancé cuerpo a tierra y acto seguido pronuncié la palabra de orden, porque mi hermano es uno de esos que primero dispara y después pregunta.
Luego de un copioso y rico desayuno, ya el sol alto, con mi hermano subimos a la F100 y nos dirigimos al pueblo por la misma ruta que poco antes había patinado en la mas total y absoluta obscuridad… descubriendo que se estaban realizando excavaciones para instalar tubos de drenaje y demás. A tramos al azar, en uno u otro carril, había huecos de no menos de una docena de metros de profundidad, inundados de agua barrosa en su fondo. Cada uno de los pozos había sido precariamente señalado solo por una lata con combustible encendido, que a la hora en que yo pasé ya se había apagado. O sea que podría haber caído y muerto en una de esas vorágines sin que nadie jamás se hubiera enterado de mi final, convirtiéndome en una de esas misteriosas desapariciones personales de la crónica negra.
Durante esas mismas vacaciones pasé otras dos o tres experiencias quasi-mortales similares, lo que me llevó a deducir que si todavía no era mi hora, tendría alguna misión o al menos alguna utilidad en esta vida.
Mas de veinte años mas tarde, parece que así fue.

M. Bresin


Cap.17 - Cuando pa' Chile me voy...
Cap.20 - Bella Vista, fea bosta