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Cap.10 - Griselda, ángel de la guarda

Año: 1983
Lugar: San Juan
Banda de sonido: Home by the Sea, Genesis >>

Lo que les voy a contar en este capítulo nunca se lo conté a nadie, ni a mis familiares mas cercanos, quienes imagino podrán sorprenderse (si de casualidad alguno de ellos llegara a leer esto). Se trata de un episodio que marcó mi vida en ese momento y está relacionado con mi entusiasmo por el deporte, así que me parece oportuno darle un lugar a este relato entre mis memorias patineras.  

En el verano 83/84 mis viejos decidieron irse a vivir a San Juan, así que me mudé con ellos a una finca entre viñas de la zona rural de Rawson, situada mas o menos entre San Juan Capital y Pocito. A ser sinceros tenía la mente ocupada en otras cosas en ese período: al patín lo tenía medio abandonado luego de unas apacibles últimas vacaciones en mis Sierras, con la tristeza de haber dejado definitivamente atrás mi tierra, con el quilombo de la mudanza y encima la vendimia, que tuvo que hacer toda la familia ya que el amarrete de mi viejo ni en pedo iba a pagar por unos gameleros*

Una tarde sobre fines de ese verano mis sobrinas, comprensiblemente alteradas, me informan que acababa de morir Griselda, hermanita menor de Julieta >>. La nena estaba jugando cerca de la pileta del Jockey Club cuando pisó un cable pelado: cosas que pasan y siguen pasando en un país plagado de imbéciles e ignorantes. Griselda habrá tenido 9 o 10 años, con esa carita pícara llena de pecas era hermosa, de dulzura y bondad infinitas. Apenas la conocía personalmente, no había pasado mucho tiempo con ella… Por eso me resultó tan singular la manera en la que me afectó su muerte. No lloré (en esos tiempo, los chicos no podían llorar) pero caí en cama como si estuviera enfermo, y eso es lo que creyeron mis mayores. Durante un par de días no conseguí levantarme, apesadumbrado en el sentido literal de la palabra, como si tuviera encima un bloque de cemento de una tonelada. La parentela suponía que yo tenía indigestión o algo así; en realidad me carcomía un dolor nuevo para mí. La muerte en sí no me era ajena, lo que me paralizaba era el sufrimiento de constatar que el mundo era una mierda, que la justicia era un concepto inexistente y que los cuentos sobre dioses y cristos y vírgenes eran puro bolazo de los domingos. Nos mandaban a las escuelas de curas y monjas para que nos grabaran a fuego en el mate el verso de que si te portabas bien el de arriba se iba a encargar de que te saliera todo bien… ¿Y después pasa algo así? Un angelito derribado de una manera tan cruel y arbitraria daba lugar a dos teorías: o no existía el tal Dios, o si existía era un sádico hijo de puta.

Llegado a esa conclusión y después de soñar con Griselda toda la noche, al tercer día resucité entre los muertos. Esa mañana, en una suerte de desesperación instintiva alimentada por una rabia interior salvaje, mientras en la radio sonaba la canción de Genesis que menciono arriba, sin avisarle a nadie me calcé los patines, salí a la ruta y apunté hacia el oeste, directo hacia las montañas. El funeral había tenido lugar la tarde antes o esa misma mañana en el cementerio de Zonda; no siendo pariente o amigo de la familia no me habían invitado, así que decidí rendir homenaje personalmente a mi amiguita perdida.
Rodé durante lo que me parecieron horas por el áspero asfalto sanjuanino, bajo el ardiente sol ídem, subiendo cuestas largas y descansando en breves bajadas, mientras en mi mente se repetía una y otra vez esa canción de Génesis.
Zonda no era un pueblo en sí, sino una zona escasamente habitada cercana al dique de Ullúm, un poco menos desértica que sus alrededores. Cuando llegué allí, estuve dando vueltas por las calles hasta que crucé unas señoras que me indicaron la vía hacia el cementerio. Me quedaban aún unos kilómetros por marchar en caminos de tierra: suerte que me había llevado un bolsito con las zapatillas y un poco de agua.

Calculo que sobre la una de la tarde por fin encontré el cementerio, que quedaba en una loma circundada por álamos añosos. No se oía nada mas que el viento mientras buscaba entre las lápidas el nombre de mi amiga. No estaba por ningún lado: se me ocurrió que tal vez por lo apurado del funeral no había dado tiempo a terminar la inscripción, así que decidí que Griselda seguramente yacería en la única tumba nueva que había, coronada solo por una simple losa con un bonito grabado, ceñida por ramos de flores aún frescas. Pasé un rato largo en contemplación, meditando si cabía alguna explicación lógica para que pudiera pasar algo así, pensando en ella. Ahí sí derramé algunas lágrimas, lo confieso. Cuando decidí que era hora de volver a mi mundo, me pareció sentir un cálido abrazo, un suave beso en la mejilla. En la puerta del cementerio me dí vuelta y creí ver allí al fondo a Griselda a lado de su tumba, sonriendo pacíficamente mientras me saludaba con la manito levantada. Me despedí de ella para siempre y empecé a patear cuesta abajo por la loma.

Para cuando volví al asfalto ya era la hora de la siesta, el momento del día que en el verano sanjuanino es excesivamente caluroso hasta para las piedras. Las Kripto rojas se me pegaban al suelo, las ampollas me estaban matando y se me había terminado el agua, además de no tener nada en el estómago aparte del vaso de leche y dos galletas del desayuno. Las vertiginosas bajadas de la ida se habían convertido en subidas verticales ideales para escupir un pulmón, las tremendas subidas de la ida ahora eran solo un momentáneo alivio para todo mi cuerpo.
Habrá sido la sobredosis de ácido láctico, habrá sido un episodio de percepción oceánica o el fruto alucinógeno de la insolación… el hecho es que mas o menos a mitad de camino oí a alguien patinando a mi lado. Giré la cabeza y ví que Griselda me acompañaba con paso ligero, cabellera alisada por el viento, sonrisa constante. Le pedí que tirara un rato, después le dí el cambio, en una dura cuesta me estuvo empujando con paciencia. Llegando a la civilización (y a la sombra de los primeros árboles de la zona habitada) la perdí de vista. Pero desde aquel día, cuando la carrera o el entrenamiento se hacen dolorosamente largos y sufridos, la tengo a mi lado, dándome aliento, invitándome a no rendirme.

Al llegar a casa me gané una buena reprimenda, por la ausencia injustificada y por la imprudencia de haber salido con semejante sol (estaba rojo como un tomate, deshidratado y exhausto), pero no pudieron extraerme una confesión sobre mi crimen. Lo tomaron como una de mis excentricidades (ya era rarito desde chico, nunca me gustó justificar mi accionar) y se olvidaron del tema. Esa noche había entrenamiento en la Circunvalación con el grupo: ni me planteé faltar. Pude ignorar las ampollas y la piel quemada, anduve bien de piernas y aire y logré llegar hasta el final con los punteros, sorprendiendo a mas de uno (empezando por mi mismo). Hasta ese entonces durante cada sesión de entrenamiento me había limitado a dar unas cuantas vueltas en el Huarpes, imagino que raramente superando los 4 o 5 kilómetros en total. Pero el viaje de ida y vuelta hasta Zonda, entre patín y caminata, fueron alrededor de 80 kilómetros, a los que habría que sumar los del entrenamiento nocturno… Ese día, además de varias resoluciones que tomaría para el resto de mi vida, me dí cuenta que era realmente capaz de patinar distancias que hasta entonces me aterraban y parecían inalcanzables, que tal vez podría llegar a ser tan bueno como los chicos que me sacaban vueltas en las carreras.
Al día siguiente empecé a entrenar por mi cuenta, con un enfoque radicalmente diferente al que había tenido hasta ese momento: me iba a dedicar SERIAMENTE a esto del patinaje. Se acercaban citas importantes en el calendario de competencias, y no tenía intención de seguir siendo uno mas a la cola del pelotón…
Además contaba con un as en la manga, un arma secreta, un ángel de la guarda llamado Griselda.

M. Bresin

*Gamelero: figura profesional cuya tarea es la de llenar de uva las gamelas (recipiente paralepípedo metálico de unos 25 kilos de capacidad) y transportarlas de/al camión que luego descargará en la bodega para iniciar el proceso vitivinícola.


Cap. 9 - Marche un Argentino!
Cap.11 - Clásicas en pedo